Estoy en la plaza de Sáenz Peña, a las 3 de la tarde, corriéndome de banco a cada rato para agarrar las pocas hilachas de sombra de los árboles, leyendo un diario viejo y un librito que se llama 25 crímenes de la crónica policial saenzpeñense, del historiador Raúl López... un rato el diario, un rato el libro. Matando el tiempo muerto de la siesta. Envidiando a los durmientes en sus camas, con sus ventiladores o aires acondicionados, adentro de las casas con las puertas y las ventanas cerradas a cal y canto... como los bares: ni un sol bar abierto a estas horas.
Entonces, bajo la luz uniforme de una esquina, explota el color: dos gitanas gordas, de pelo largo, pañuelos, caravanas, pulseras, anillos, dientes, todo de oro. Me ven y se vienen como moscas a la miel.
-¿Te leo la suerte?
-No.
-¡Qué lindos ojos tenés! (La lisonja.)
¿De qué parte del pueblo sos?
-No soy de acá.
-Eso se nota. (¿Otra lisonja o qué?)
-Dejame que te lea la suerte.
-No.
-¿Sos evangelia? (La desconfianza o la burla.)
-No. Pero no me gusta que me lean las manos.
-Entonces comprame unas agujas.
-Bueno.
-Dame la mano que te la leo como amiga. (¿Que querrá decir "como amiga"? ¿Que sólo va a decirme cosas buenas?)
Agarro el paquete de agujas -la vieja canastita de cartón- y meto las manos debajo de las piernas para que no vaya a leérmelas de prepo.
-Dame que te leo la suerte de amiga.
-No. No quiero.
Masculla algo mirándome torcido y se van las dos. (¿Me habrá echado una maldición?)
Supongo que tendré que esperar un tiempo para saberlo. Por lo pronto ya tengo bastante infortunio con tener que esperar dos horas más en esta plaza donde hasta las ánimas se fueron a dormir la siesta.