miércoles, 18 de noviembre de 2015

La velocidad de los días

Habían pasado nueve meses desde las últimas veces que se había acostado con Nahuel. Un poco menos tal vez, pero alguna de esas, no podía precisar cuál, él le había dicho al oído, como otras, no te preocupés que total acabo afuera, pero esa vez no había resultado. Ahora se estaba yendo del hospital con el bebé envuelto en tantas mantas que parecía una cebolla. Era tan chiquitito que pesaba más la suavidad de la lana que el bebé en sí. No se estaba yendo a una casa con Nahuel. Todo había sucedido tan rápido que no había tenido tiempo de llegar a soñar una casa con él, una casa juntos con cuarto de bebé. Se iba a lo de su madre, al dormitorio que compartía con su hermana de doce años y ahora también con su hijo. Entre las dos habían sacado la mesa que les servía de escritorio donde hacían las tareas de la escuela, para hacerle lugar a la cuna, comprada en una casa de muebles usados. La cuna estaba tan impecable que le había dado un escalofrío. Estaba como nueva. El vendedor se esforzaba en aclarar que estaba casi sin uso, mientras su madre regateaba el precio. Casi sin uso, lo oyó repetir y la atravesó el espanto. La llevó a su madre aparte, entre una pila de sillas viejas y mesas de luz que se elevaban hasta tocar el techo del galpón de la compra-venta. Le pidió que no se llevaran esa, que buscaran otra, o, mejor, que el bebé podía dormir con ella hasta que creciera un poco, que mejor, más calentito y siempre cerca por si despertaba de noche, que ella con el sueño pesado que tiene. Pero la madre no quiso saber nada, era una ganga, ya estaba a punto de convencer al hombre, si bajaba un poco el precio, la cunita era una ganga y además tenía las barras desmontables y una cajonera para guardar la ropita, llegado el momento se sacaban los laterales y se usaba como camita de una plaza. Hasta que empezara el pre-escolar el bebé tenía cama asegurada. Terminaron llevándosela y ahora ocupaba su sitio en el cuarto, cerca de la única ventana. Sin decirle nada a nadie, ella fue a ver al padre de la parroquia del barrio y le pidió agua bendita. Sin que la vieran la volcó sobre el colchón y al fleje de madera pegó una estampita del ángel de la guarda. Todo había pasado tan rápido que no tuvo tiempo de acostumbrarse a la panza creciendo ni a sacarse fotos de la panza con el celular y subirlas a facebook como habían hecho sus amigas o las amigas de amigas o las primas de amigas cuando estaban embarazadas. Entre que se enteró de que esperaba un hijo y el nacimiento habían pasado apenas tres meses. No había llegado a comprarse ropa más grande, no ropa de futura mamá, claro, quién usa eso en estos tiempos, pero uno o dos talles más, como había pensado. Para cuando se descompuso, todavía usaba los mismos jeans con el botón desprendido. La panza apenas le redondeaba la cintura, aunque le habían crecido las tetas y tenía las caderas más llenas. Entre que se enteró del embarazo (o se quiso enterar, mejor dicho, ahora pensaba que, en el fondo, siempre había sabido), y el nacimiento todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos. Las semanas de atraso revisando todas las mañanas su bombacha esperando el alivio de la sangre, las conversaciones con las amigas, la insistencia de las chicas para que se hiciera el evatest. Ella no quería. Decía que le daba vergüenza pedirlo en la farmacia, que no tenía plata, que para qué si total ya le iba a bajar la regla. Hasta que ellas vinieron con la cajita. Dejate de joder, si no estás, no estás, pero saquémonos la duda. Todas se lo habían hecho más de una vez y ni siquiera tuvieron que leer las instrucciones, se las sabían de memoria. Las más zarpadas hasta guardaban el cartón con una sola rayita, resultado negativo, y le escribían el nombre del novio de turno. Lo hicieron en el baño de la estación de servicio. Ella entró sola al cubículo e hizo pis sobre el cartón mientras leía las inscripciones en la puerta: mensajes de amor, de despecho y algún chiste ordinario o un número de celular con la leyenda: soy muy tortillera, llamame. Las otras esperaban afuera, apoyadas en el lavamanos, mirándose al espejo y fumando un pucho entre todas. El olor a cigarrillo le llegó por debajo de la puerta y frunció la nariz, aunque siempre le había gustado y fumaba de vez en cuando. Se quedó sentada un rato con los pantalones bajos y el cartón del test agarrado de una puntita, sin animarse a mirarlo, hasta que el sonido de los golpes contra la chapa la sobresaltó. Dale, nena, ya está, no va a cambiar nada porque te quedes ahí. Volvió a abrocharse el pantalón, todo sin mirar el cartoncito, y salió. Se fue de la estación de servicio con la cabeza zumbando. Ni se acuerda de cómo se despidió de las chicas, si alguna la acompañó unas cuadras o si separaron ahí mismo en el baño. Sí que llegó a su casa y por suerte no había nadie, que se encerró en la pieza, que se tiró en la cama y seguro lloró, aunque bien de eso tampoco se acuerda. Entonces con Nahuel iban y venían. Cuando se encontraron dos o tres días después se lo contó. Él primero se rió y le dijo me estás jodiendo. Después se puso serio y le dijo cómo sé que es mío. Enseguida que se lo tenía que sacar, que le diera unos días para juntar plata. Pero la plata que juntó la usó para tomarse un micro a Corrientes, a lo de unos tíos. Dejó de verlo en el barrio, en la plaza donde se reunía con los amigos para hacer la previa los fines de semana, en el boliche. Cuando preguntó le dijeron que se había mandado a mudar. No tuvo más remedio que contarle a su madre. Primero se enojó y le dijo que cómo podía ser, que qué mierda le enseñaban en la escuela. Después se calmó y le dijo que estaba bien, que ella también la había tenido de muy joven y que sin embargo había salido adelante. Ella miró a su alrededor, la cocina sin terminar, el piso de cemento vivo, los hermanitos jugando a la play y a su mamá con el uniforme de guardia de seguridad del supermercado que sólo se sacaba para ir a dormir. En el pasillo del hospital la saludó una de las chicas de limpieza. Ya te vas, mami, le dijo. Ahí adentro todos le decían mami: los médicos, las enfermeras, los camilleros, las secretarias. Como si supieran que le tenían que repetir una y otra vez que ahora es una mamá para que ella cayera. Y es que ni tiempo había tenido de hacerse a la idea. Al día siguiente de hablar con su madre, fueron al hospital para que la viera un doctor. Tomaron un colectivo y, en el trayecto, ella conservó la secreta esperanza de que el evatest estuviera equivocado. Había escuchado casos así, no es cien por ciento seguro. Había escuchado de falsos positivos. ¿O eran falsos negativos? Después de revisarla y sin esperar el resultado del análisis de sangre, el médico le dijo que estaba embarazada. Le calculó unos tres meses. Igual no cayó entonces ni con la ecografía, ni con el dedo de la chica que le hacía la eco señalándole un puntito movedizo en el monitor, un puntito del tamaño de un garbanzo había dicho. ¿O de un grano de arroz? Por eso, tres meses después y aunque ya tenía un poco de panza, la mañana en que sintió algo caliente entre las piernas y fue al baño y vio, por fin, la bombacha sucia de sangre, por un instante tuvo ganas de reírse como una loca, porque pensó que le había venido, que al final no estaba embarazada, que era todo un error. La madre la había metido en un remís y llevado al hospital para que la controlaran. Le dijeron que ya estaba por parir, que el bebé venía prematuro. Otra vez le zumbó la cabeza y a todo lo que pasó después, a todo el mes y medio siguiente, se lo tuvieron que contar porque ella no se acuerda de nada. Le hubiera gustado parir. Sentir el cuerpo de su hijo saliendo de su propio cuerpo, abriéndose camino entre su carne con la obstinación de un topo, escuchar su llanto rebotando contra los azulejos impecables de la sala de parto, que se lo pusieran sobre el pecho, caliente y sucio de sangre y placenta como había visto en las películas. Que Nahuel sostuviera su mano, blanco de la impresión, pero dándole aliento. Pujá, dale pujá que ya viene. Nahuel metido en una bata de quirófano y con un gorrito en la cabeza y ella matándose de risa con su cara de susto. Sin embargo, no había pasado nada de eso. La metieron a una cesárea de urgencia, sólo ella en la camilla, el médico, las enfermeras y esa luz potente y fría que sintió que se la chupaba como un plato volador. La misma luz que volvió a escupirla, según le contó su mamá, un mes y medio después. Despertó boleada, con un gusto horrible en la boca y la panza vacía. Debajo del camisolín, la cicatriz ya había perdido la costra de los puntos, empezaba a ser una marca que le quedará para siempre. No se acuerda nada de esos cuarenta y pico de días que estuvo dormida, como dice su mamá, porque la palabra “coma” todavía la angustia, le trae el recuerdo de su hija como muerta, el recuerdo de los días en terapia intensiva adonde la dejaban entrar sólo un ratito y ella se quedaba sosteniéndole la mano blanda, pero calentita. Al parecer se pasaron de anestesia o algo salió mal durante la cesárea y ella tardó todo ese mes y medio en volver en sí. Algo así le dijo su madre que no quiere entrar en detalles o los desconoce. La cuestión es que una mañana ella volvió con esa sensación de vacío, viendo borroso y medio atontada, y fue un alivio para todos. Menos para ella cuando por fin pudo ubicarse y rearmar la última escena que recordaba antes de caer en ese sueño, en ese coma, en esa muerte transitoria. Había llegado al hospital para tener a su bebé, pero ahora se tocaba y no tenía más que una línea de carne cicatrizándose debajo del ombligo. Pensó que el nene se había muerto y tuvo tanto miedo que miró con fuerza la luz potente y blanca de la lámpara deseando que el plato volador se la llevara de nuevo. Una de las enfermeras, como si le leyera la mente, le dijo despacito: el bebé está bien, lo tenemos en la incubadora. Fue raro irse de alta sin su hijo. Se había acostumbrado a caminar por los pasillos del hospital, primero lento hasta que recuperó la fuerza de las piernas, en pantuflas y camisón, para ir a verlo a cada rato. En los horarios que la dejaban entrar, entraba. En los que no, se quedaba afuera, mirando a través de los ventanales de la neo, igual que los parientes que iban a conocer a un recién nacido. Aunque no pudiera tenerlo todo el tiempo con ella, sabía que estaba cerquita, que cualquier cosa que pasara podría correr pasillo abajo y llegar a él en poco tiempo. La primera noche en su casa, se la pasó llorando. Y a la mañana siguiente decidió que se pasaría todo el día en el hospital, aunque sólo la dejaran verlo un rato a la mañana y un rato a la tarde. Por eso ahora cuando está yéndose la saludan todos. Todos la conocen de tanto topársela en los pasillos: los camilleros, las enfermeras, los médicos, las voluntarias, las viejas que les dan de comer a los gatos que viven en el parque del hospital, el tipo que vende café, el viejo que pide en la puerta. Casi dos meses de verse que parecen una vida entera. Unos días antes le dijeron que había habido un problemita y a ella el corazón le dio un vuelco pensando que el bebé tendría que quedarse dos, tres meses más, todo el año. Un problemita, mamá, dijeron. Un problemita en la vista. No sabe por qué, pero los médicos y las enfermeras siempre hablan en diminutivo. El bebé tenía un desprendimiento de retina, causado por la lámpara de la incubadora. Estaba ciego. Se le habían aflojado las piernas y la enfermera la había sostenido mientras la voz del médico le llegaba como de lejos excusándose, echándoles la culpa a las practicantes que no habían tomado los recaudos necesarios. Pero me lo puedo llevar igual, había preguntado con la voz quebrada. Claro, en un par de días le daban el alta. Después vino gente a hablarle, gente que no sabe cómo se había enterado. Le hablaron de mala praxis, de juicios millonarios, de subsidios, de papeleos. No tiene tiempo de pensar en eso ahora. Ahora se está yendo con su hijito en brazos. Bajando los escalones de la entrada al hospital que esta vez es la salida. El día está despejado y hay sol. Un día tan bueno como cualquiera para marcharse por fin de allí con su hijo.