sábado, 20 de agosto de 2011

Revista Cuatro cuentos


Cuatrocuentos #14
Con textos de Ramón Cote Baraibar (Colombia), Selva Almada (Argentina), Norberto José Olivar (Venezuela) y Juan Patricio Lombera (México). Además, Elsa Drucaroff recomienda Ruda macho, de Enzo Maqueira (Argentina).





El llamado, de Selva Almada


Era una mañana soleada. Aunque ya había comenzado el invierno, la temperatura era agradable, todavía otoñal.
Lidia Viel tomaba un café negro sentada a la mesita de la cocina. Desde allí, por el gran ventanal que daba al jardín, observaba al muchacho que cortaba el césped. Él y su hermano hacían trabajos de jardinería en el barrio. Lidia Viel los llamaba una o dos veces al mes, dependiendo de la estación. En el verano venían hasta tres o cuatro veces en un mes porque también se ocupaban de mantener la pileta. Casi siempre venía este, Juan, y cuando no podía lo reemplazaba el hermano. Lidia lo prefería a Juan. El otro le daba la impresión de estar siempre apurado y algunas veces dejaba cosas a medias. (Completo aquí.)




sábado, 6 de agosto de 2011

Lo que leí [7°Argentino de Literatura]

“Llegó sofocada y corriendo.
Vestía un modelo de tarde de un gris muy claro. Era un traje abotonado de arriba abajo, con solapitas y cuello camisero. Un cinturón del mismo color, muy estrecho, anudado a la cintura con un simple nudo. Calzaba altos zapatos. En torno a la garganta lucía un pañuelo de seda natural, verde y negro, formando un conjunto muy fino con el resto de su indumentaria.
Llegó un poco jadeante como si hubiese corrido mucho. Llevaba el cabello rojizo muy corto, peinado sencillamente, formando una melenita, con las patillas saliendo hacia la mejilla y un mechón de pelo sobre la frente. Los ojos tan verdes. Aquella boca suya que sabía a beso. Aquel palpitar de su pecho… Todo en ella denotaba la gran emotividad que sentía y no podía reprimir en aquel instante.”
A los siete años, tumbada en mi cama a la hora de la siesta y apretando el librito ajado y amarillento, canjeado en el quiosco de revistas, yo soñaba con ser como esta o cualquiera de las muchachas de Corín Tellado.
A mi madre le encantaban sus novelas así que siempre había dos o tres dando vueltas por la casa hasta que iba al canje y traía otras dos o tres, igualmente ajadas y maltrechas, con argumentos parecidos, pero tan fascinantes para mí: vestidos de gasa, cócteles en parques con piscina, bocaditos de salmón, besos fogosos, hombres que cuando sonreían enseñaban “un poco los dientes de lobezno hambriento”, hombres “crueles y despiadados”, que “calaban hondo”. Ella me permitía leerlas; en realidad, nunca me prohibió leer tal o cual cosa, y además me había contado que cuando era adolescente el abuelo Antonio –que murió cuando yo era muy chica- no la dejaba leer ese tipo de libros y que ella lo hacía a escondidas. Su anécdota, entonces, le agregaba un plus: estaba compartiendo con mi madre una especie de travesura.
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