domingo, 29 de octubre de 2006

El matrimonio

Se pone el camisón que se adhiere a sus caderas grandes y a sus pechos grandes. Ella sola lo bordó durante las siestas de dos meses completos. Bordó primero el camisón y cuando terminó, bordó el deshabillé con el mismo motivo. Se sienta frente al espejo de la cómoda y se cepilla el pelo.
Puede sentir la agitación de su ahora marido del otro lado de la pesada puerta de madera. Irma conoce el resuello del macho hambriento.
De pequeña le gustaba espiar el apareamiento de los animales. En los corrales de la casa o en el corazón del bosque. La fascinaba la violencia del coito. Le daba curiosidad. ¿Sería igual entre los humanos que entre las bestias? Un buen día, inesperadamente, tuvo la respuesta. Fue en la casa de su prima Adele. En esos días había nacido la primera de las niñas. Fue un parto duro y Adele perdió mucha sangre. Estaba tan débil que había que prenderle a la criatura del pecho y sostenérsela para que pudiese alimentarla. Irma la acompañaba y hacía las cosas de la casa. Tenía catorce años. Una noche entró en la cocina a tomar un poco de agua. Como si la esperase, Mijal, el marido de Adele, se despegó de la oscuridad y la tomó por atrás, tapándole la boca con una mano para que no gritara. Irma se sostuvo del borde de la mesa y el primo Mijal la montó por la espalda. Fue todo rápido y confuso. El dolor agudo en el vientre. La embestida de las caderas de Mijal. Su mano, la que no estaba en su boca, amasándole las tetas. Fue violento y hermoso. Así como había llegado, regurgitado por la noche, Mijal desapareció. Volvió al dormitorio junto a su mujer y su hija recién nacida. Irma se quedó en la cocina un rato, agarrada de la mesa. Las piernas le temblaban.
Ella y el primo estuvieron haciéndolo hasta varias veces al día durante los cuarenta que duró el puerperio de Adele. Después se separaron sin nostalgia. El secreto de Irma estaba a salvo con el primo. El secreto de Mijal estaba a salvo con ella.

El joven Zack no conoce mujer. En breves instantes será completamente un esposo. Cuando se abra la puerta del dormitorio entrará a la vida marital sano y limpio. Está orgulloso de haber ejercitado la virtud cada día, como un atleta. De no haber flaqueado en las noches de verano cuando los silbidos de las hijas del peletero Veblin surcaban el aire como cañitas voladoras, llamándolo, chispeantes, encendidas de inequívoca oferta.

La morosidad, que el flamante marido adjudicará al lógico temor a la noche de bodas, ha sido medida, cronometrada de antemano por Irma.

Después del primo Mijal vino otro. Y otro. Y otros. Sin embargo, nunca nadie tuvo nada para decir de ella. Una calculada discreción y buen tino a la hora de elegir con quién revolcarse. Pero sobre todo, Irma es consciente de ello, una suerte endemoniada en esta aldea donde todos saben todo de todos. No se puede desafiar constantemente la buena suerte. Más vale volverse casada y honesta antes que alguno se vaya de boca.

Tiene los sobacos mojados. Camina un poco de un extremo a otro del corredor, cuidando de no hacer ruido. Teme que su ansiedad asuste a la novia. Enciende un cigarrillo.
En poco menos de un año, sueña estar ahí mismo, afuera de la habitación, una noche como esta, fumando ansioso. Una espera distinta y semejante. Ahora espera para ejecutar el acto que, repetido, ejercitado diariamente dará origen a la siguiente espera en este mismo pasillo. El nacimiento del primero de los hijos. Del primer Zack de una generación nueva.
Quiere llenar a Irma y a la casa de hijos.

Ahora está segura de amar a Zack. Entró al noviazgo como entra una mujer ociosa a una tienda. Sin una necesidad verdadera. Buscando entretenerse. Matar el tiempo.
Él la quiso antes. Y terminó contagiándole el amor.
Irma no ha querido antes a ninguno. Ni como lo quiere a él. Ni menos. Ni más.
Zack es el primero.

(...)

Irma abre la puerta. Le franquea la entrada.
El abrazo del marido es largo, lleno de paciencia y de ternura. El camisón vuela por los aires. La echa, en cueros, sobre la cama. La contempla. Nunca ha visto una mujer desnuda como no sea en las postales pornográficas que compró en algún viaje a la Capital. Irma es más bella que esas mujeres anónimas fotografiadas en posturas indecentes. Y es suya.

Los ojos acuosos de la joven esposa miran, no quieren perderse detalle. Nunca ha estado completamente desnuda frente a un hombre.
Zack estira la mano para apagar la lámpara y ella lo detiene.
-Quiero verlo todo.- Dice.
El esposo sonríe y se desnuda. Se tiende sobre ella. Lame. Muerde. Chupa. Pellizca.
Ella se queja.
Una imagen se le viene a la cabeza. Un conejo blanco corre en la nieve entre los árboles altos y pelados. El sol brilla. El bosque está mudo. Sólo se escucha la carrera del conejo pasando entre los troncos negros, levantando pedacitos de nieve con las patas traseras. ¿Adónde irá ese conejo con tanta prisa?

(...)