viernes, 15 de diciembre de 2006

Apuntes sobre nactufras

Nactrufa. Aunque no haya indicios acerca de su género, siempre nos referimos a ellas como si fuesen hembras. Quizá porque hay algo de femenino en la languidez con que se tienden al sol a la hora de la siesta y en el modo en que se lamen unas a otras los cuerpos.

Modo de reproducción. Nunca las vimos aparearse ni sabemos de ninguna que haya presentado nunca síntomas de preñez. Sin embargo, el número de nactrufas aumenta a diario y la cosa ha seguido así aun después de que apartamos a dos de los peones de quienes desconfiábamos. Me temo que haberlos confinado al aislamiento en las jaulas del jardín de invierno fue una injusticia, pero es demasiado tarde para repararla: dado el estado de enajenación en el que se encuentran, si los soltamos y los echamos al campo, estarían merodeando las granjas vecinas comportando un grave peligro no sólo para las reses y los demás peones, sino también para las personas que viven en ellas. A la hora de rendir cuentas, creo que Dios y los hombres sabrán comprender nuestras razones.

Hábitos. Excepto el de tomar larguísimos baños de sol, no hemos registrado otros hábitos en las nactrufas cuyo ciclo vital parece sumirse en una completa anarquía. A veces, pasan días enteros sin probar bocado, o escondiéndose en las ramas más altas de los árboles, o cavando cuevas como si fuesen conejos. Todos los días salen con algo nuevo. Son, desde todo punto de vista, impredecibles y sus caprichos nos exasperan.

(Nota. Rogelio está cada día más enfermo. Cuando las nactrufas deciden chocar antenas, saturando el aire con sus bisbiseos infernales, Rogelio embiste las paredes con el cuerpo. De seguir así nos veremos obligados a amarrarlo al olmo, cerca del gallinero. Desgraciadamente, sólo contamos con las dos jaulas ocupadas por los peones y sería una crueldad imperdonable ponerlo a Rogelio con uno de ellos o a ellos dos juntos pues terminarían por destrozarse.)

Paula y las nactrufas. Las nactrufas adoran a Paula. Es cierto que simpatizan con Suárez, el capataz, y que cuando les viene en ganas dejan que cualquiera de nosotros les acaricie el cuello, pero por Paula sienten debilidad. Son capaces de olerla a kilómetros de distancia y cuando ella se ausenta para ver a sus hijos o hacer algún otro trámite en la ciudad, las nactrufas se vuelven insoportables y no sabemos qué hacer para calmarlas. Al principio, las engañábamos arrojándoles sus prendas usadas y se entretenían babeándolas o estrujándolas entre los brazos cortos. Sin embargo, las nactrufas son extremadamente inteligentes y no tardaron en darse cuenta y ponerse violentas y tuvimos que prohibirle a Paula las salidas. Pensamos en traerle a los niños para que los viera, pero tememos que ellas los ataquen. Paula sufre muchísimo y no se conforma con que nos turnemos para traerle, una vez por semana, noticias de sus hijos. Los niños están en perfectas condiciones y ya la olvidaron. Fue acertado conseguir una madre sustituta que también se llama Paula y se parece bastante a nuestra Paula y que además está siempre con ellos, no como Paula que los veía según se lo permitía el trabajo. Ella también va a olvidarse, es sólo cuestión de tiempo. No obstante, no debemos perder de vista su relación con las nactrufas pues un día de estos podría jugarnos en contra. Por las dudas tenemos algunos niños reservados. Llegado el caso, podemos traerlos y decirle que son sus hijos. Siendo, como son, huérfanos no tendríamos que hacernos responsables si las nactrufas reaccionan mal. Pero todos confiamos en que Paula olvide pronto y cejen sus reclamos: el gasto que supondría el traslado de los niños y su cuidado escapa al presupuesto y sólo acarrearía más problemas.

Los vecinos y las nactrufas. Un punto a favor de las nactrufas: cuando se cae algún vecino por la estancia a pedir una herramienta prestada o tomarse unos mates como es costumbre en las gentes del campo, las nactrufas pasan desapercibidas, como si de golpe se volviesen invisibles. ¿Cómo explicarlo? Ellas siguen ahí, entre nosotros, pero los demás no las ven o, por lo menos, no hacen comentarios. Creo que no las ven porque más de una vez me ha pasado estar hablando del tiempo con un granjero y ver que una nactrufa le monta la pierna y mientras busco la manera de disculparme, el hombre en cuestión se restriega la pierna, retoma el tema del tiempo y dice: vio, no le decía yo que hay humedad sino pregúntele a mis huesos. En realidad no sé qué pensar: por un lado es mejor que nadie más que nosotros sepa por ahora de ellas, pero por el otro, si sólo nosotros somos capaces de verlas... no es que me preocupe la posibilidad de que estemos locos, eso es imposible, pero si el resto no está preparado para verlas o si a ellas se les antoja no dejarse ver ¿cómo haremos para venderlas? Estaríamos condenados a tenerlas con nosotros el resto de nuestras vidas. No sé los otros, nunca hablamos de otra cosa que no sea el cuidado de las nactrufas, sus gracias, los enjaulados, Rogelio y Paula que cada vez nos preocupan más, pero yo, personalmente, esperaba tener una familia, esposa, niños, un sofá adonde sentarme a tomar cerveza y mirar boxeo por tevé. Con ellas de por medio, nada de esto sería posible. Ni siquiera con Paula, que desde que se separó de sus hijos había pensado incluir en mis proyectos. Con Paula y las nactrufas es una idea estúpida.

Yo y Paula. A Paula la conozco desde antes de las nactrufas, cuando ella era la mujer de Johnny y Johnny y yo trabajábamos en el frigorífico. No sé si me gustaba desde entonces o ella era solamente la bonita mujer de Johnny, la que bailaba en las fiestas del Sindicato adentro de unos vaqueros ajustados y se emborrachaba como los hombres. Estoy seguro de que en ese tiempo la respetaba y, a veces, sentía envidia de Johnny por su linda esposa, casi siempre de encargue y enfundada en sus vaqueros ajustados, usando camisetas de hombre y emborrachándose y fumando y discutiendo como los hombres. Creo que lo único que lamenté de haber dejado el frigorífico fue que nunca más vería a Paula amamantando niños y bailando. En cierto modo, las nactufras volvieron a reunirnos. Johnny ya no estaba y los niños eran algunas fotos y las ausencias cortas de Paula, una vez por semana, y su vuelta a la granja, ojerosa y con ganas de echar un trago y contarle a alguien que Junior esto y Lolita lo otro y etcéteras con nombres en diminutivo que prolongaban la madruga en anécdotas. Y yo estaba ahí, porque el campo es aburrido y tristísimo cuando la noche cae. Alguna vez tuvimos sexo atolondrado con Paula y cada uno se quedó solo adentro de los huesos, fumando y mirando cómo las estrellas reventaban contra la ventana, pero nada más. De todos modos, a mí ella me gusta y tal vez después que las nactrufas se vayan para siempre de nuestras vidas, los dos podamos llegar a algo.

Yo y las nactrufas. A veces me tiendo en la hamaca paraguaya del patio de los naranjos a leer novelas policiales y una nactrufa pequeña viene a frotar su hocico contra los dedos de mis pies. Teje un capullo de mocos cristalinos, una especie de escarpín, y me sonríe detrás de sus dientes amarillos. Entonces me da pena. Es buena la nactrufa, pienso en el sopor de la siesta, es buena esta nactrufa, pero reunidas hacen de cualquier vida un infierno. Hasta le pongo un nombre. Siempre es Molly el nombre que elijo para la nactrufa faldera y jugamos con Molly a frotar antenas.

(Nota. Hace tres días que llueve. El agua podría arruinar la pelambre de las nactrufas y las metemos a todas en la casa. Como era de esperar, no ponen nada de su parte para hacer pacífica la convivencia. Ensucian y rompen todo a su paso. Rogelio intenta asesinar a una nactrufa que lo atrapa en un abrazo y lo mata. Todos coincidimos en que hubiera sido mejor atar a Rogelio al olmo. Tal como está, muerto, sería inhumano arrojarlo a la lluvia. Estamos todos compungidos menos las nactrufas que engañan el estómago con Rogelio. Después de todo, antes de que se pudra sobra la alfombra. Paula decide freír tortas en la cocina y alguno prepara el mate.)

La nactrufa reina. Creo que nos apresuramos al afirmar que las nactrufas son una colonia acéfala. El Profesor no nos perdonaría la equivocación. Hace unos días el culo de una nactrufa empezó a crecer hasta alcanzar dimensiones gigantescas, sorprendiéndonos a nosotros y al resto de las nactrufas. A nuestro favor, podemos argumentar que ni siquiera las otras sopesaban la posibilidad de una reina. La Reina Nactrufa es peor que todas las otras juntas: tiene antojos de preñada y, sin importarle la lluvia, nos obliga a salir para traerle cosas ridículas. No se detiene ante nada. Suponemos que lo que la Nactrufa Reina quiere es aparearse, pero a nadie se le ocurre cómo saciarla. Mientras tanto volteamos las paredes de la casa para contener su trasero inmenso y nos recluimos con las otras en la despensa y las dependencias de servicio. Afuera no deja de llover.

El Profesor y las nactrufas. El Profesor llamó justo después que el trasero de la Reina –y ella con él- estallara en mil pedazos. Avisó que en dos horas estaría acá, para ver a sus pequeñas. Las nactrufas están desconsoladas: mientras no sospechaban que hubiera una Reina, vivían en libre albedrío, pero ahora con la Reina muerta no saben qué hacer. Paula limpió la casa y le dio de comer a los enjaulados para que se durmieran. Preparó masitas para el té y el cielo, de golpe, se abrió dando paso a un sol reluciente.
No sé que viene a hacer el Profesor acá. Las nactrufas no son sus pequeñas. No las conoce a las nactrufas, no sabe nada de su chocar de antenas, ni de su manía de hacer lo que les venga en gana. No sé qué quiere el Profesor. No son suyas las nactrufas. No sé qué busca acá.

Nosotros, las nactrufas, Paula y yo y la granja. No fue difícil deshacerse del Profesor. Le mostramos unos cachorros de rata y le dijimos que era la primera camada de nactrufas, que su crecimiento era muy lento y había que tener paciencia y esperar. Partió contento y prometió enviar más dinero. Creo que el Profesor está demasiado viejo y empieza a chochear. Será muy fácil engañarlo pues confunde el valor de los billetes y llegó a decir que una sola nactrufa valdría como un millón de australes.
Estamos todos de acuerdo en estafarlo. Después de todo las nactrufas son más nuestras que suyas. Él no sabe nada de las nactrufas.

domingo, 29 de octubre de 2006

El matrimonio

Se pone el camisón que se adhiere a sus caderas grandes y a sus pechos grandes. Ella sola lo bordó durante las siestas de dos meses completos. Bordó primero el camisón y cuando terminó, bordó el deshabillé con el mismo motivo. Se sienta frente al espejo de la cómoda y se cepilla el pelo.
Puede sentir la agitación de su ahora marido del otro lado de la pesada puerta de madera. Irma conoce el resuello del macho hambriento.
De pequeña le gustaba espiar el apareamiento de los animales. En los corrales de la casa o en el corazón del bosque. La fascinaba la violencia del coito. Le daba curiosidad. ¿Sería igual entre los humanos que entre las bestias? Un buen día, inesperadamente, tuvo la respuesta. Fue en la casa de su prima Adele. En esos días había nacido la primera de las niñas. Fue un parto duro y Adele perdió mucha sangre. Estaba tan débil que había que prenderle a la criatura del pecho y sostenérsela para que pudiese alimentarla. Irma la acompañaba y hacía las cosas de la casa. Tenía catorce años. Una noche entró en la cocina a tomar un poco de agua. Como si la esperase, Mijal, el marido de Adele, se despegó de la oscuridad y la tomó por atrás, tapándole la boca con una mano para que no gritara. Irma se sostuvo del borde de la mesa y el primo Mijal la montó por la espalda. Fue todo rápido y confuso. El dolor agudo en el vientre. La embestida de las caderas de Mijal. Su mano, la que no estaba en su boca, amasándole las tetas. Fue violento y hermoso. Así como había llegado, regurgitado por la noche, Mijal desapareció. Volvió al dormitorio junto a su mujer y su hija recién nacida. Irma se quedó en la cocina un rato, agarrada de la mesa. Las piernas le temblaban.
Ella y el primo estuvieron haciéndolo hasta varias veces al día durante los cuarenta que duró el puerperio de Adele. Después se separaron sin nostalgia. El secreto de Irma estaba a salvo con el primo. El secreto de Mijal estaba a salvo con ella.

El joven Zack no conoce mujer. En breves instantes será completamente un esposo. Cuando se abra la puerta del dormitorio entrará a la vida marital sano y limpio. Está orgulloso de haber ejercitado la virtud cada día, como un atleta. De no haber flaqueado en las noches de verano cuando los silbidos de las hijas del peletero Veblin surcaban el aire como cañitas voladoras, llamándolo, chispeantes, encendidas de inequívoca oferta.

La morosidad, que el flamante marido adjudicará al lógico temor a la noche de bodas, ha sido medida, cronometrada de antemano por Irma.

Después del primo Mijal vino otro. Y otro. Y otros. Sin embargo, nunca nadie tuvo nada para decir de ella. Una calculada discreción y buen tino a la hora de elegir con quién revolcarse. Pero sobre todo, Irma es consciente de ello, una suerte endemoniada en esta aldea donde todos saben todo de todos. No se puede desafiar constantemente la buena suerte. Más vale volverse casada y honesta antes que alguno se vaya de boca.

Tiene los sobacos mojados. Camina un poco de un extremo a otro del corredor, cuidando de no hacer ruido. Teme que su ansiedad asuste a la novia. Enciende un cigarrillo.
En poco menos de un año, sueña estar ahí mismo, afuera de la habitación, una noche como esta, fumando ansioso. Una espera distinta y semejante. Ahora espera para ejecutar el acto que, repetido, ejercitado diariamente dará origen a la siguiente espera en este mismo pasillo. El nacimiento del primero de los hijos. Del primer Zack de una generación nueva.
Quiere llenar a Irma y a la casa de hijos.

Ahora está segura de amar a Zack. Entró al noviazgo como entra una mujer ociosa a una tienda. Sin una necesidad verdadera. Buscando entretenerse. Matar el tiempo.
Él la quiso antes. Y terminó contagiándole el amor.
Irma no ha querido antes a ninguno. Ni como lo quiere a él. Ni menos. Ni más.
Zack es el primero.

(...)

Irma abre la puerta. Le franquea la entrada.
El abrazo del marido es largo, lleno de paciencia y de ternura. El camisón vuela por los aires. La echa, en cueros, sobre la cama. La contempla. Nunca ha visto una mujer desnuda como no sea en las postales pornográficas que compró en algún viaje a la Capital. Irma es más bella que esas mujeres anónimas fotografiadas en posturas indecentes. Y es suya.

Los ojos acuosos de la joven esposa miran, no quieren perderse detalle. Nunca ha estado completamente desnuda frente a un hombre.
Zack estira la mano para apagar la lámpara y ella lo detiene.
-Quiero verlo todo.- Dice.
El esposo sonríe y se desnuda. Se tiende sobre ella. Lame. Muerde. Chupa. Pellizca.
Ella se queja.
Una imagen se le viene a la cabeza. Un conejo blanco corre en la nieve entre los árboles altos y pelados. El sol brilla. El bosque está mudo. Sólo se escucha la carrera del conejo pasando entre los troncos negros, levantando pedacitos de nieve con las patas traseras. ¿Adónde irá ese conejo con tanta prisa?

(...)