Hasta los 5 o 6 años iba bastante a la cancha. Mi padre era jugador en el Club Recreativo San Jorge y mi tío Luisito (en los partidos le decían el Vaca) en su eterno rival, el Club Atlético Villa Elisa. Me llevaban mis tías y mis vecinas; a veces también venía mi madre. De esa época recuerdo sobre todo los campeonatos nocturnos que se jugaban en verano. El perímetro de la cancha, débilmente iluminado por bombitas domésticas, lindando con los fondos del viejo hospital y los terrenos baldíos sembrados de chilcas. El cielo solía estar plagado de estrellas y desde los pastizales llegaba el canto de los grillos. Me agarraba del tejido para ver de cerca a los muchachos corriendo atrás de la pelota. Todos me parecían atléticos y hermosos. Soñaba con ser la novia de alguno cuando fuera grande.
La camaradería del deporte es el relato que escribí para la antología De puntín (Mondadori, 2008). Es una historia de botineras de pueblo, sin siliconas ni fotos de tapa en la revista Papparazzi; solo chicas que aman el fútbol y a los futbolistas.
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