La infancia es el lugar del desamparo. No importa si un niño tiene padres o no, si son mejores o peores: un niño siempre está solo contra el mundo. Transitar la infancia y llegar vivo para contarlo es una pequeña gesta heroica que la mayoría de nosotros pretende olvidar, esconder bajo postales felices de juegos, días de playa y fiestas de cumpleaños. Como grandes zonzos ahogamos en los pozos de agua de la memoria al niño valiente y heroico que fuimos. Transformamos en anécdotas graciosas las arbitrariedades de nuestros padres y maestros, festejamos como “ocurrencias” sus injusticias y terminamos creyendo que el niño que fuimos se lo merecía. Ahora que somos adultos estamos del lado de los adultos, qué traidores!
Orejas de conejo, la preciosa serie de Mica Hernández, se pone, felizmente, del lado de los niños.
Una nena en un dos ambientes porteño en la década del 80 escribe: el mejor juego para cuando se está solo: dibujar. Una mujer, veinte años después, retoma los dibujos de infancia, no le esquiva el bulto a los sitios incómodos de su pasado-niño, interviene, actualiza, pone en marcha los engranajes de su propia memoria y elige compartirla con nosotros. Rescata, justicieramente, a la niña heroína que fue.
Orejas de conejo, la preciosa serie de Mica Hernández, se pone, felizmente, del lado de los niños.
Una nena en un dos ambientes porteño en la década del 80 escribe: el mejor juego para cuando se está solo: dibujar. Una mujer, veinte años después, retoma los dibujos de infancia, no le esquiva el bulto a los sitios incómodos de su pasado-niño, interviene, actualiza, pone en marcha los engranajes de su propia memoria y elige compartirla con nosotros. Rescata, justicieramente, a la niña heroína que fue.
[Selva Almada, Septiembre 2008]