Hace un par de meses estoy trabajando con María José Algueró; el proyecto es escribir una suerte de novela acerca de su madre, una mujer impactante que se llamaba Vicenta y odiaba su nombre así que todos le decían Cuca. En uno de nuestros últimos encuentros (María José vive en un atelier, en Palermo, con un gato precioso; su casa es tan diminuta como ella y, como ella, está repleta de cosas), me mostró una de las fotos más hermosas y extrañas que vi en la vida: Cuca, joven y bellísima, altísima, flaquísima, con el pelo larguísimo, está sentada en el patio, tiene puesto un vestido de verano y está fumando, sonriendo; detrás de ella, dos hombres o tres, también posan y sonríen, son empleados de la curtiembre, empleados suyos; y a los pies de Cuca tendido (¿rendido?) un enorme león! Está muerto, claro, pero eso en la foto no se nota, tiene los ojos abiertos y amarillos. Que esté muerto es una circunstancia nada más. Porque en ese patio, Cuca bien podría haber tenido un león y andá a decirle algo.
De estas primeras charlas surge el relato que va más abajo... más que relato diría apunte, intento por aflojar la muñeca o, mejor, entrenamiento... voy a tener que entrenar duro para poder atrapar a Cuca y que no me coma el león.
Marta
Una tarde de sábado, de primavera, de mucho sol Marta me bañaba en el patio. A Marta le gustaba bañarme y Mamá la dejaba. Cuando hacía frío colocaba el fuentón en la cocina y dejaba las hornallas encendidas. Cuando estaba templado, como aquella vez, y además era fin de semana y la curtiembre estaba cerrada, lo sacaba afuera y lo llenaba de agua tibia. Me bañaba en ese improvisado baño, enorme, con el cielo como techo; rodeada de macetas y los perros de mi casa que metían el hocico para tomar el agua jabonosa y me hacían cosquillas con la lengua.
Marta era una mujer muy pulcra. Me frotaba con la esponja una y otra vez.
-Me la vas a gastar de tanto fregarla.- Decía Mamá.
-Basta, Marta, que me hacés doler.- Me quejaba yo viéndome los bracitos enrojecidos. (Ver relato completo.)
Marta era una mujer muy pulcra. Me frotaba con la esponja una y otra vez.
-Me la vas a gastar de tanto fregarla.- Decía Mamá.
-Basta, Marta, que me hacés doler.- Me quejaba yo viéndome los bracitos enrojecidos. (Ver relato completo.)