(...) Alguna vez también nos llevaba a lo de Lolo, su hermano y hermano de la Abuela y tío nuestro.
Lolo trabajaba en una fábrica de ladrillos y vivía ahí mismo, solo, con una decena de perros atigrados. Aunque era en el campo, tenía algo de desierto. Salíamos a la mañana temprano en el camión de José Bertoni y andábamos dos horas largas por caminos de tierra: las nubes de polvo, blancas, espesas, no nos dejaban ver casi nada del paisaje.
Cuando nos íbamos acercando a los dominios de Lolo, veíamos el cielo iluminado por las lenguas de fuego de los hornos encendidos. Las llamas de las piras altísimas que él mismo había armado a la madrugada, se movían hacia un lado y hacia otro según les daba el viento. Cerca, apoyado en una vara larga que usaba para acomodar los leños encendidos, Lolo, sudado, vestido apenas con una especie de chiripá, permanecía inmóvil, en ese estado como hipnótico que provoca el fuego y del que recién salía cuando frenaba el camión y sus perros se lanzaban sobre el vehículo, ladrando y gruñendo, tal vez creyendo que esa bestia mecánica, desconocida, venía a atacar a su dueño. Lolo usaba la misma vara larga para espantarlos.
Aunque él y José Bertoni no se llevaban demasiado bien –tenían vidas muy distintas, formas diferentes de ver el mundo-, lo alegraban nuestras visitas; le gustaban los animales y los niños y siempre nos trataba muy bien.
Pasábamos todo el día con él.
Los dos hombres no hablaban mucho entre sí. En definitiva no tenían mucho en común: la misma sangre de los Bertoni mezclada con la de Mino Gómez, aquel tío bandolero, ladrón de poca monta, asesinado en Paysandú por un lío de polleras; un pasado cada vez más lejano donde ellos dos habían sido niños iguales a nosotros, pero menos afortunados, repartiéndose entre los juegos y los trabajos duros del campo, heredando uno las ropas que dejaba el otro, apañándose en las travesuras, recibiendo los chirlos que una Manuela joven, de pulso firme, repartía equitativamente entre su prole numerosa cuando hacía falta; un presente incierto que los ponía frente a frente dos o tres veces por año.
El horno de ladrillos parecía pertenecer a otro tiempo y otro espacio, uno muy antiguo, sacro. Las hileras de ladrillos aún sin cocer parecían tumbas en miniatura, sin nombre y sin cruz. Los que ya estaban listos, en cambio, se ordenaban formando pilas de más de un metro de altura y recordaban vagamente a los templos mayas. Como si en el interior de éstos descansara el corazón de los dioses y en el de aquellos, simplemente el de los hombres; y Lolo, plantado sobre la faz de la tierra, amasaba, moldeaba y cocinaba unos y otros.
(Lolo fabricaba buenos ladrillos; José Bertoni construía buenas casas.)
Cuando nos íbamos, Lolo volvía tranquilamente a su trabajo. Con las cabezas afuera de la ventanilla, lo veíamos empequeñecerse a medida que avanzábamos hasta que dejaba de ser un hombre para ser un punto quieto contra el cielo incendiado.
Lolo trabajaba en una fábrica de ladrillos y vivía ahí mismo, solo, con una decena de perros atigrados. Aunque era en el campo, tenía algo de desierto. Salíamos a la mañana temprano en el camión de José Bertoni y andábamos dos horas largas por caminos de tierra: las nubes de polvo, blancas, espesas, no nos dejaban ver casi nada del paisaje.
Cuando nos íbamos acercando a los dominios de Lolo, veíamos el cielo iluminado por las lenguas de fuego de los hornos encendidos. Las llamas de las piras altísimas que él mismo había armado a la madrugada, se movían hacia un lado y hacia otro según les daba el viento. Cerca, apoyado en una vara larga que usaba para acomodar los leños encendidos, Lolo, sudado, vestido apenas con una especie de chiripá, permanecía inmóvil, en ese estado como hipnótico que provoca el fuego y del que recién salía cuando frenaba el camión y sus perros se lanzaban sobre el vehículo, ladrando y gruñendo, tal vez creyendo que esa bestia mecánica, desconocida, venía a atacar a su dueño. Lolo usaba la misma vara larga para espantarlos.
Aunque él y José Bertoni no se llevaban demasiado bien –tenían vidas muy distintas, formas diferentes de ver el mundo-, lo alegraban nuestras visitas; le gustaban los animales y los niños y siempre nos trataba muy bien.
Pasábamos todo el día con él.
Los dos hombres no hablaban mucho entre sí. En definitiva no tenían mucho en común: la misma sangre de los Bertoni mezclada con la de Mino Gómez, aquel tío bandolero, ladrón de poca monta, asesinado en Paysandú por un lío de polleras; un pasado cada vez más lejano donde ellos dos habían sido niños iguales a nosotros, pero menos afortunados, repartiéndose entre los juegos y los trabajos duros del campo, heredando uno las ropas que dejaba el otro, apañándose en las travesuras, recibiendo los chirlos que una Manuela joven, de pulso firme, repartía equitativamente entre su prole numerosa cuando hacía falta; un presente incierto que los ponía frente a frente dos o tres veces por año.
El horno de ladrillos parecía pertenecer a otro tiempo y otro espacio, uno muy antiguo, sacro. Las hileras de ladrillos aún sin cocer parecían tumbas en miniatura, sin nombre y sin cruz. Los que ya estaban listos, en cambio, se ordenaban formando pilas de más de un metro de altura y recordaban vagamente a los templos mayas. Como si en el interior de éstos descansara el corazón de los dioses y en el de aquellos, simplemente el de los hombres; y Lolo, plantado sobre la faz de la tierra, amasaba, moldeaba y cocinaba unos y otros.
(Lolo fabricaba buenos ladrillos; José Bertoni construía buenas casas.)
Cuando nos íbamos, Lolo volvía tranquilamente a su trabajo. Con las cabezas afuera de la ventanilla, lo veíamos empequeñecerse a medida que avanzábamos hasta que dejaba de ser un hombre para ser un punto quieto contra el cielo incendiado.
(De Niños, Edulp 2005)