-Tenés que leer esto-, me dijo un amigo y me puso en la mano una edición vieja y estropeada de Sudamericana de un libro llamado "El camino del tabaco", firmado por un tal Erskine Caldwell.
Cuando leí el título, por un momento, temí que me lo estuviese dando por mi afición al tabaco. ¿Sería un libro de autoayuda para fumadores empedernidos? ¿Se estaría convirtiendo mi amigo -y compañero de algunos vicios, vale decir- en uno de esos acólitos de la vida sana?
-¿Qué es?-, pregunté con cierto temor.
-Te va a encantar- me dijo-, fue un best seller en su época y ahora nadie se acuerda ni del libro ni del autor. Haceme caso: leelo.
-Bueno-, le dije y el libro quedó sobre el escritorio un par de días.
El libro es pequeño y liviano. Como dos por tres sufro de dolor de espalda -según mi novio por la manía de dormir con los dos gatos que me ocupan la mitad de mi mitad de la cama y me obligan a torcerme según el despliegue que se les antoje darles a sus cuerpos- nunca llevo libros pesados en la cartera. Así que una mañana, saliendo para el trabajo, agarré "El camino del tabaco" y lo metí entre mis cosas, un peso casi imperceptible.
Lo abrí esa mañana en el 96. El olor a viejo del libro, el adorable olor a viejo de los libros viejos, colmó mi nariz librándome de los olores matutinos de un colectivo cargado de trabajadores. ¿Por qué, por el amor de dios, nadie abre las ventanillas? Leí unas diez páginas en el trayecto y lamenté que hubiésemos llegado tan rápido. Lo volví a abrir en el 2, a las dos de la tarde. Lo seguí en la cama antes de dormir la siesta. Volví a abrirlo en el 96 a la mañana siguiente y otra vez en el 2, a la tarde. Se lo comenté a otro amigo por teléfono. Me obligué a no terminarlo tan pronto como quería, a retenerlo todo lo posible como, cuando era chica, hacía durar en la boca mi caramelo favorito. Leí quince de las últimas veinte páginas en el 53, un domingo a la nochecita, de parada, rodeada de niños y mujeres y hombres que volvían de sus paseos domingueros, bajo la luz mortecina de ese colectivo que volvía todo más triste y miserable, si es que es posible tornar más triste y miserable un domingo a la nochecita. Lo terminé esa misma noche en mi casa.
"El camino del tabaco" es una novela tremenda. Jeeter Lester vive con su familia en una casa medio derruida al borde del camino del tabaco. Los Lester tuvieron diecisiete hijos; cinco murieron y de los doce que quedaron vivos, sólo dos viven con ellos. De los otros nada saben, huyeron hacia la ciudad a trabajar en las hilanderías o en los aserraderos, en busca de una vida un poco menos miserable. Con ellos queda una muchacha con la que nadie quiere casarse pues tiene labio leporino. Por pereza, Jeeter lleva quince años postergando el momento de llevarla a la ciudad para que un médico le cosa el labio y la chica pueda seguir con su vida. Y un adolescente que en breve va a casarse con una predicadora, veinte años mayor que él, la viuda del predicador, una mujer libidinosa e ignorante que dice que habla con Dios y que no tiene nariz, solo las foses nasales, los agujeros grandes y negros que la vuelven un montruo aunque con un cuerpo todavía apetecible según la mirada de Jeeter. En la casa también vive la madre de Jeeter, una vieja que todos esperan que se muera de una vez por todas y a la que tratan peor que a un perro. Y Ada, la esposa de Jeeter, cuya mayor preocupación es tener un vestido del largo apropiado, esto es del largo de moda, el día de su entierro. A Jeeter también lo preocupa su entierro y les ha hecho jurar a todos que le conseguirán un traje cuando llegue el momento, que no tendrán el tupé de enterrarlo con su overol, y que tampoco permitirán que una rata se meta en su ataúd, como sucedió con su padre que se fue a su última morada con parte del cuello y la cara comidos por el roedor. Los personajes de la historia se completan con Lov, el yerno de Jeeter, casado hace unos meses con su hija de doce años.
La miseria, la lujuria y una religiosidad chasco atraviesan toda la historia.
Los personajes son la basura blanca de la Gran Depresión de los años 30. Fornicadores, ladrones y, por momentos, tremendamente ingenuos. Dios es la excusa y el fundamento para seguir atados a la pobreza, para dejar todo para el día de mañana, cuando Dios quiera.
"El camino del tabaco" es una novela terrible, descarnada, por momentos exasperante y, siempre, una obra de la mejor narrativa norteamericana del siglo XX. Fue a parar enseguida a mi pequeño altar de novelas que agradezco haber encontrado en esta vida, junto a "El corazón es un cazador solitario", de Carson Mc Cullers y "Mientras agonizo", de Faulkner.
No me queda más que recomendarla y envidiar a los futuros lectores de esta obra inmensa. Y agradecerle a Sebastián por habérmela prestado.