Casilda queda a 50 kilómetros de Rosario. La ruta de acceso está transitada por camiones transportadores de cereal y los silos plateados se levantan sobre los campos como armatostes de una viejísima película de ciencia ficción. Cada 5 kilómetros hay carteles que nombran pueblos que deben quedar atrás de los campos, de un uniforme color marrón por los rastrojos que quedan después de la cosecha.
Casilda tiene cuatro plazas juntas y enormes en el centro. Y un montón de hoteles. Demasiados para una ciudad tan pequeña (más tarde me explicarían que la capacidad hotelera de Rosario es muy reducida, así que muchos viajeros pasan las noches en Casilda).
Casilda tiene un teatro bellísimo, el Dante, fundado en 1875, por los italianos que poblaron esas tierras en el siglo XIX. Abandonado durante muchísimos años, con sus ventanas y puertas tapiadas, con las paredes pintadas con los nombres y las promesas de los candidatos de turno, el Dante estuvo a punto de ser vendido y demolido. La gente de Casilda se opuso y luchó hasta conseguir que la municipalidad lo comprara y consiguiera la plata para restaurarlo. Hace poco más de un año, el Dante fue reinaugurado. Ahora lo dirige y lo cuida, como si fuese su propia casa, Diego Costa. Prácticamente sin presupuesto, pero con un empecinamiento y un compromiso sorprendentes.
Diego me llamó hace un par de meses para invitarme a este Primer Salón Literario, que arrancó la tardecita ya oscurecida del 1 de mayo y que terminó, para el público, alrededor de las 11 de la noche y, para los escritores invitados, a las 4 de la mañana en el bar de Yamil Dora, el poeta que lo ayudó en la organización, un gran anfitrión y un tipo divertidísimo.
Tuve el placer de compartir las lecturas con escritores de Casilda y de Rosario, gente joven que escribe sin pausa y sin pretensiones (¿Frankfurt 2010? ¡qué buen chiste alemán!).
El cierre del Salón estuvo a cargo de Rodolfo Alonso en una charla con Sergio Gioacchini (director de la editorial rosarina Ciudad Gótica, que tiene un catálogo de 400 títulos).
Confieso que no lo conocía a Alonso: un escritor de una trayectoria enorme, poeta, traductor de Pavesse, Ungaretti y Pessoa, un hombre ilustradísimo, autodidacta, curioso. Y de una enorme generosidad.
A la mañana siguiente, mientras me sacudía la resaca de la noche anterior, en el comedor del hotel, charlamos un rato largo con Rodolfo Alonso. Enterado de mi entrerrianía me contó de cuando tenía 17 años y con Paco Urondo cruzaban a Paraná en la balsa para visitar a Juanele. "Caminábamos por la orilla del río y Juanele nos mostraba las distintas tonalidades del agua a medida que avanzaba el crepúsculo. Andábamos a los manotazos matando mosquitos. No Juanele: cuando el brazo se le ponía negro, simplemente pasaba la mano y los apartaba." Y Alonso repitió el gesto sobre la manga del saco y sonrió como si lo estuviera viendo.