Sara Gallardo tiene una novela que no leí pero me encanta el título: Los galgos, los galgos… me hace pensar en las carreras de perros corriendo atrás de una liebre mecánica. Me encantaría escribir una novela que se llame Los tilos, los tilos. Aunque no puedan moverse de su sitio son tan elegantes como los galgos. Clara Muschietti tiene unos hermosos poemas sobre galgos. Si tuviera un perro, sería un galgo. Un animal fino y delicado como un gato, pero perro. Lo más parecido a un gato, pero en perro.
El Carlos Carruega ganó el Gordo de Navidad cuando yo tenía 8 años. Un entero. Un montón de plata. Renunció a su trabajo en Obras Sanitarias y así mi padre tuvo un empleo estable. Cuando supimos que el Carlos Carruega ganó la lotería mi madre le dijo a mi padre que fuera a anotarse para tomar su puesto. Estaba claro que el Carlos renunciaría apenas se levantara de la resaca del festejo.
Hasta el Gordo de Navidad criaba galgos y los hacía competir en carreras de perros. Rico, compró caballos y empezó a construir una casa en el filo de una cuchilla. Una casa que, terminada, habría sido hermosa, a 200 metros de las viejas vías del ferrocarril. Cerca de los bretes que habían quedado en pie de la época en que funcionaba el tren; un sitio al que llamábamos Los Bretes y adonde íbamos los domingos que mi madre tenía libres a tomar mate y andar en bici. Un sitio plagado de espinillos, tan dulce y narcótico cuando estaban en flor. Desde nuestra repentina buena suerte (mi padre al fin tenía un trabajo estable y le pagaban un salario por hijos y mujer) veíamos la casa en construcción del Carlos Carruega, detenida en el tiempo, el esqueleto de una mansión. Lo conocíamos de pobre y siendo nuevo rico alguna vez subimos hasta su casa en construcción. Su esposa nos condujo por las habitaciones sin terminar. Sería alguna vez la casa más hermosa que hubiéramos pisado. Donde había piso de tierra habría gruesas alfombras; sobre las paredes todavía de ladrillo pelado, revocadas, cuadros lindísimos y adornitos, todo muy fino. Los muebles estaban la mayoría con sus fundas de nylon. Sería una casa hermosa alguna vez. Los galgos escarbaban el piso enterrando los huesos que el dueño pudiente les compraba ahora que podía. Pero ya no le importaban los galgos al Carlos ahora que podía tener caballos y correr carreras de verdad. Los animales andaban por la casa en ciernes comportándose como mascotas tontas, perdiendo la silueta y la agilidad.
Compró varios caballos y apostó un montón por los propios y por los ajenos.
A la navidad siguiente, el Carlos Carruega estaba más pobre que un muerto. El esqueleto de su mansión quedó levantado sobre la cuchilla, una promesa en vano, perfumada por los espinillos en flor, al costado de las vías muertas. Mi padre llegó a casa con la caja con pan dulce y sidra que le dieron en el sindicato de Obras Sanitarias.
El Carlos Carruega ganó el Gordo de Navidad cuando yo tenía 8 años. Un entero. Un montón de plata. Renunció a su trabajo en Obras Sanitarias y así mi padre tuvo un empleo estable. Cuando supimos que el Carlos Carruega ganó la lotería mi madre le dijo a mi padre que fuera a anotarse para tomar su puesto. Estaba claro que el Carlos renunciaría apenas se levantara de la resaca del festejo.
Hasta el Gordo de Navidad criaba galgos y los hacía competir en carreras de perros. Rico, compró caballos y empezó a construir una casa en el filo de una cuchilla. Una casa que, terminada, habría sido hermosa, a 200 metros de las viejas vías del ferrocarril. Cerca de los bretes que habían quedado en pie de la época en que funcionaba el tren; un sitio al que llamábamos Los Bretes y adonde íbamos los domingos que mi madre tenía libres a tomar mate y andar en bici. Un sitio plagado de espinillos, tan dulce y narcótico cuando estaban en flor. Desde nuestra repentina buena suerte (mi padre al fin tenía un trabajo estable y le pagaban un salario por hijos y mujer) veíamos la casa en construcción del Carlos Carruega, detenida en el tiempo, el esqueleto de una mansión. Lo conocíamos de pobre y siendo nuevo rico alguna vez subimos hasta su casa en construcción. Su esposa nos condujo por las habitaciones sin terminar. Sería alguna vez la casa más hermosa que hubiéramos pisado. Donde había piso de tierra habría gruesas alfombras; sobre las paredes todavía de ladrillo pelado, revocadas, cuadros lindísimos y adornitos, todo muy fino. Los muebles estaban la mayoría con sus fundas de nylon. Sería una casa hermosa alguna vez. Los galgos escarbaban el piso enterrando los huesos que el dueño pudiente les compraba ahora que podía. Pero ya no le importaban los galgos al Carlos ahora que podía tener caballos y correr carreras de verdad. Los animales andaban por la casa en ciernes comportándose como mascotas tontas, perdiendo la silueta y la agilidad.
Compró varios caballos y apostó un montón por los propios y por los ajenos.
A la navidad siguiente, el Carlos Carruega estaba más pobre que un muerto. El esqueleto de su mansión quedó levantado sobre la cuchilla, una promesa en vano, perfumada por los espinillos en flor, al costado de las vías muertas. Mi padre llegó a casa con la caja con pan dulce y sidra que le dieron en el sindicato de Obras Sanitarias.