Una tarde de sábado, de primavera, de mucho sol Marta me bañaba en el patio. A Marta le gustaba bañarme y Mamá la dejaba. Cuando hacía frío colocaba el fuentón en la cocina y dejaba las hornallas encendidas. Cuando estaba templado, como aquella vez, y además era fin de semana y la curtiembre estaba cerrada, lo sacaba afuera y lo llenaba de agua tibia. Me bañaba en ese improvisado baño, enorme, con el cielo como techo; rodeada de macetas y los perros de mi casa que metían el hocico para tomar el agua jabonosa y me hacían cosquillas con la lengua.
Marta era una mujer muy pulcra. Me frotaba con la esponja una y otra vez.
-Me la vas a gastar de tanto fregarla.- Decía Mamá.
-Basta, Marta, que me hacés doler.- Me quejaba yo viéndome los bracitos enrojecidos.
Después me sacaba del agua y me envolvía en un toallón espumoso y limpio, me sentaba en su falda y, con una toalla pequeña, me secaba el pelo.
Marta siempre olía bien y su ropa y su cabello siempre estaban en orden. De lunes a viernes trabajaba en los laboratorios Roux Ocefa, en el Bajo Flores; se levantaba al alba y no volvía hasta la tarde; estaba en el sector de tripas donde, con intestinos de animales, fabrican los hilos para suturar. Una vuelta le dieron una medalla de oro porque en no sé cuántos años de trabajo no había faltado un solo día al laboratorio.
Marta vivió muchos años en casa. De tanto en tanto ella y Mamá se peleaban y Marta se iba un tiempo a lo de Nelly o a lo de Daniel, el modisto, que le alquilaba un cuartito en la terraza hasta que Mamá se disculpaba y ella volvía. En esas mudanzas esporádicas nunca se llevaba más que un bolsito de viaje con lo necesario como si no tuviese otra intención que tomarse unas vacaciones. El resto de sus cosas quedaban en su cuarto y aunque Mamá amenazaba con sacárselas todas a la calle y alquilarle la pieza a otro, nunca lo hacía.
Ese sábado yo todavía tenía seis años. La abuela estaba viva, pero casi no se levantaba de la cama. Mamá había salido con Adolfo Adorno, de Panzeri Maderas, que era su novio. Habrían ido a lo de Nelly y Dady a jugar al póker. Marta y yo estábamos solas. Con la abuela, que era como estar solas.
Le pedí que me dejara un poco más en el agua. Sentada en una silla ella se depilaba las cejas con una pinza frente a un espejito de mano.
-¿Duele eso, Marta?- Pregunté.
Ella se rió.
-Al principio duele muchísimo, pero después una se acostumbra.
Todo estaba en silencio. Algo inusual en esta casa siempre llena de ruido y movimiento. El sol brillaba en lo alto y en el cielo no había ni una hilacha de nube. Diría que era una tarde perfecta.
-¿Vos también estás loca, Marta?
Ella no contestó.
-¿Vos también estás loca como tu hermano?- Insistí.
-Carlitos no está loco. Tiene algunos problemas.- Dijo con voz pausada estirando la mano que sostenía el espejito y colocándolo en un ángulo que, seguramente, le permitía observar la ceja en la que había estado trabajando y que, a diferencia de la otra, todavía tupida y desprolija, formaba una línea finita y oscura sobre el arco ciliar, como una pincelada.
Marta, comparada con Mamá, no era una mujer bella. En realidad, ninguna de las amigas puesta al lado de Mamá lograba sobresalir en belleza y en gracia, en las fotos grupales siempre es ella la que acapara la atención. Aunque las demás estén mejor vestidas y peinadas y maquilladas siempre es Mamá la que se roba la escena.
Pero esa tarde Mamá estaba a muchas cuadras de la casa, lejos, en otro barrio, había que tomar por lo menos dos colectivos para llegar a ella o un taxi, recorrer muchas calles, salir de Pompeya y atravesar medio Buenos Aires. Lejos. Y entonces, esa tarde, con su batón de entrecasa y sus chinelas de goma y el pelo recogido en una sencilla cola de caballo y una sola ceja perfectamente depilada, Marta era una mujer bonita.
Se me cruzó por la cabeza que me gustaría que ella y no Mamá fuera mi madre. Por eso le pregunté si estaba loca. Si me hubiese contestado que no, que no estaba loca como su hermano, yo le hubiese confiado ese deseo, esa idea que no era la primera vez que se me ocurría: que me gustaría ser su hija. Pero como no me contestó ni que sí que no, no pude decirle. No sé qué habría opinado al respecto.
Alguna vez le había oído decir a Mamá que Marta no se casaba ni tenía hijos porque estaba loca. Quizás estaba enojada y lo decía por decir.
El hermano de Marta, el que ella decía que tenía problemas, estaba internado en Open Door. Era un hombre, tal vez hasta mayor que Marta, pero cuando ella lo sacaba del instituto, algunos fines de semana, y lo traía a Pompeya siempre lo tenía agarrado de la mano como a un chico. Él nunca se quedaba a dormir, pero solía visitarnos cada tanto. Antes de cada visita, Mamá y Marta me advertían que lo tratase bien, que no le llevase la contra y que no me quedase viéndolo como a un bicho raro. Las horas que pasaba en casa, las dos lo atendían y lo tenían entre algodones. Antes de la caída del sol, Marta y el hermano salían agarrados de la mano rumbo a la estación, al tren que lo regresaba a ese lugar donde vivía. Se iban llenos de paquetes porque Marta siempre le compraba cosas.
Algunos fines de semana eran Mamá y Marta las que se tomaban el tren para visitarlo y otra vez le llevaban montones de cosas: golosinas, revistas, cigarrillos, a veces ropa. Pero a mí nunca me llevaban con ellas.
-Vos no podés ir.- Me decían.- No es un lugar para criaturas.
-Pero quiero viajar en tren. Nunca vamos en tren a ninguna parte.
-No se puede. Otro día.
-Pero Mamá. Marta.- Protestaba mirando a una y a otra con ojos suplicantes.
-Tenés que quedarte con la abuela. Toto no está en casa. No podemos dejarla sola. Otro día, cuando Toto se quede, venís con nosotras.- Decía Mamá.
Y allá se iban las dos con los brazos cargados de obsequios para Carlitos.
En rigor, Marta no estaba loca. Pero tenía problemas. No sé bien qué, tal vez alguna clase de epilepsia. A los problemas de Marta los llamábamos ataques. A veces Mamá también les decía “patatús”, pero me resultaba una palabra poco seria para lo que sufría Marta.
Ataque era un término más preciso. Algo la atacaba desde adentro, tomaba posesión de su cuerpo, le desencajaba la mandíbula, le daba vuelta los ojos hasta dejarlos completamente blancos y lisos como dos perlas. Eso que asediaba a Marta desde lo profundo debía quemar como el infierno pues la obligaba a arrancarse la ropa hasta quedar totalmente desnuda y a correr por el patio como la nena del NAPALM. Cuando a Marta le agarraba el ataque había que trancar la puerta porque si no salía así como estaba, en cueros, y agarraba la calle.
No sé cuánto duraba aquello, tal vez un cuarto de hora o menos, pero así como llegaba se iba, abandonaba a Marta dejándola exhausta y sin saber qué había sucedido.
Mamá siempre contaba, yo no lo recuerdo, que cuando eso tomaba a Marta yo corría a buscar un frasco de perfume y le frotaba los brazos y las mejillas con colonia para traerla de vuelta. Mamá decía que daba resultado.